Crece la
arqueología subacuática en la Argentina- Hay pocos profesionales pero
mucho campo para la investigación. Los tesoros que aún están sumergidos.
“Los
barcos hundidos son como burbujas de tiempo”, dice sin pestañar.
“Llegás a un sitio y está tal cual estaba hace 500 años. El cañón que se
hundió, ahí se quedó y nadie se lo llevó a su casa. Por eso se
considera a los océanos grandes cementerios. Las aguas guardan
muchísimos recuerdos.”
Ni
cazadora de tesoros ni filósofa del mar. Mónica Valentini es arqueóloga
subacuática de la Universidad Nacional de Rosario y, como le gusta
contar, se especializa en historias sumergidas. Porque los mares, ríos,
lagos y lagunas, además de ser grandes reservorios de aguas y la más
variada fauna marina, se alzan también como amplios registros
culturales.
Es
allí donde quedan congeladas en el tiempo las costumbres de una
tripulación, las desigualdades según rango, el reservorio material de
una época (lozas, botellas, cepillos), hasta que las redes de un
pescador, las patas de rana de un buceador o un robot-sonda se topan con
los restos del naufragio y los exponen a la luz.
La
arqueología subacuática (o submarina) nació hace más de 50 años para
investigar embarcaciones hundidas en desgracia. Y lo hizo de la mano del
arqueólogo estadounidense George Bass, el primero en trasladar toda la
parafernalia de los especialistas de tierra al agua. Desde entonces, los
hitos de esta especialidad se acumulan.
Tal
vez el más mediático –y menos arqueológico de todos– sea el
(re)descubrimiento del Titanic el 1 de septiembre de 1985, ubicado por
los investigadores Robert Ballard y Jean-Louis Michel a cuatro mil
metros de la superficie.
Desde
entonces se recuperaron 5.500 artefactos del trasatlántico inglés que
sirvió como excusa para cinco películas, dos novelas, una obra teatral,
un juego de computadora, una banda de rock y un sinnúmero de
documentales en cadenas como PBS, National Geographic, BBC, NHK y la
alemana ZDF.
“El
descubrimiento del Titanic marcó un hito al demostrar la necesidad de
recurrir a un cúmulo de tecnologías como submarinos, sonar de barrido
lateral, multibeam, magnetómetros”, explica Valentini. Es que a la
dificultad que traen aparejadas las grandes profundidades y la fuerza de
las corrientes, se le agrega un elemento clave a sortear: la poca (o
nula) visibilidad.
Por
eso se dice que el arqueólogo subacuático debe sortear muchos más
obstáculos que su par sobre tierra: debe ser buzo, planificar con tiempo
la investigación, ubicar los restos con sonares, documentarse bien (o
recabar comentarios de pescadores o buzos deportivos), mandar robots con
cámaras y desplegar cuadrículas casi a ciegas.
En
la Argentina, una de las figuras más reconocidas en este ámbito es el
arqueólogo Jorge Fernández, que en 1978 extrajo del Lago Nahuel Huapi
(Neuquén) los restos de una canoa monoxila hundida en Playa Bonita. El
hallazgo revolucionó la arqueología de la zona ya que hasta entonces no
se tenía evidencias de que allí los indígenas tuvieran tradición en
navegación o que mantuvieran comunicación con otros grupos procedentes
del Pacífico.
Dentro
de la arqueología sudamericana, la argentina es la que más se ha
desarrollado, pese a que, como asegura Valentini, “se puede contar los
arqueólogos subacuáticos argentinos con los dedos de una mano”. Una de
ellas es Dolores Elkin, del Instituto Nacional de Antropología y
Pensamiento Latinoamericano, que hace años tiene una obsesión: la
corbeta de guerra inglesa H.M.S. Swift que naufragó el 17 de marzo de
1770 y desde entonces descansa frente a las costas de Puerto Deseado, en
la provincia de Santa Cruz, a 15 metros de profundidad.
La
historia de sus ocupantes es curiosa: excepto tres hombres, la
tripulación se salvó y vivieron como pudieron en la costa patagónica
esperando un barco de rescate que nunca llegó. Fue entonces que
acondicionaron uno de los botes de auxilio, se dirigieron a las Malvinas
donde llegaron después de 90 días. Desde entonces, la corbeta es un
libro abierto para los arqueólogos.
“A
través de los restos humanos y materiales como porcelana china y
botellas encorchadas halladas en las últimas excavaciones, se puede
analizar cuáles eran los niveles sociales dentro del mismo barco”,
indica Valentini, que también participó en la investigación.
“El
capitán y los suboficiales no se juntaban con los marineros. No
utilizaban la misma loza. No dormían en el mismo tipo de cama. E incluso
no comían lo mismo. Uno puede hacer ese análisis a través de los
documentos pero a través de estos hallazgos la historia es más
palpable.”
Los
barcos hundidos tienen una mística propia, aquella que transporta al
observador y al lector a otra época sin escalas. Así ocurre con el
acorazado alemán Graf Spee, hundido en el Río de la Plata a diez metros
de profundidad, que multiplica los rumores de presencia nazi en la
Patagonia.
La
costa paranaense de Posadas, el sitio Las Encadenadas de Saavedra en la
provincia de Buenos Aires, la Boca del Monje (Santa Fe), Vuelta de
Obligado, el sitio San Bartolomé de los Chaná, la caleta de los Loros en
el golfo de San Matías (Río Negro) y desde ya el puerto de Buenos Aires
fueron los lugares más relevados por los arqueólogos subacuáticos
argentinos que se centran en el estudio de sociedades pasadas a través
de la cultura material.
“El
puerto de Buenos Aires no fue un gran puerto de salida de riquezas
–cuenta Valentini–. Tal vez por eso no contamos con grandes cazadores de
tesoros. Eso no significa que no hayamos tenido piratas y corsarios que
solían aparecer en toda zona de tráfico de mercancías.”
Pero
son las excavaciones que se dan en el sitio Santa Fe la Vieja, en Santa
Fe, las que llaman más la atención de Valentini: es la primera ciudad
española en territorio argentino. A partir de 1995, los arqueólogos
trabajan en los restos de la primera fundación de Santa Fe realizada por
Juan de Garay en 1573.
El
emplazamiento estuvo varias veces asediado por el río San Javier, un
brazo del río Paraná que solía inundar la zona y dejar aislada a la
ciudad. “Trabajamos para poder constatar si el río se llevó todo. Se
tragó parte de la ciudad y muchos restos quedaron atrapados en los
sedimentos del río a través de los años. Ahí reside la principal
diferencia con los cazadores de tesoros: a los arqueólogos nos interesa
estudiar a la sociedad que está detrás de las monedas, tejas, cerámicas,
rejas y demás objetos –remata Valentini–. No nos llevamos al bolsillo
las monedas que encontramos.”
S.O.S. crucero General Belgrano
El
crucero General Belgrano fue hundido el 2 de mayo de 1982. El barco
argentino regresaba al puerto. Murieron 323 marinos. Desde entonces,
yace a una profundidad de 4.200 metros. En 2003, la National Geographic
Society comenzó una búsqueda de la nave. “Los arqueólogos argentinos
entramos como veedores y no como parte del equipo”, recuerda Valentini.
“No
le dieron mucha importancia a lo que decíamos. Ellos vinieron y tiraron
el sonar. No realizaron una investigación detallada. Nunca hicieron un
análisis del tipo de aguas. Con 15 días de trabajo no alcanzaba”. Y así
les fue. El crucero Belgrano nunca fue localizado.
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