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El 9 de abril de 1949 a las 18 horas, en un
acto realizado en el Teatro Independencia de la ciudad de Mendoza, el entonces
Presidente de la Nación,
General Juan Domingo Perón, clausuró
el Primer Congreso Nacional de Filosofía con una conferencia magistral que hoy
se conoce como su libro "La Comunidad Organizada". El Congreso fue organizado por la Universidad Nacional
de Cuyo, una de las universidades jóvenes que se habían creado con el objeto de
descentralizar la hegemonía de las Universidades de Buenos Aires y Córdoba para
avanzar en una política de real federalismo cultural y educativo. Su
rector era el filósofo Dr. Ireneo Fernando Cruz, quien fue acompañado en la
organización y conducción del Congreso por filósofos argentinos de prestigio
internacional como el Dr. Coriolano Alberini, Decano de la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad
de Buenos Aires; Prof. Eugenio Pucciarelli; R.P. Dr. Octavio Nicolás Derisi;
Dr. Carlos Astrada; Prof. Nimio de Anquin; Prof. Miguel Angel Virasoro; R. P.
Juan R. Sepich; Prof. Humberto M. Lucero y Dr. Angel Vasallo, entre otros. Asistieron
más de 50 filósofos de los continentes europeo y americano; adhirieron más de
30 personalidades del campo de la filosofía de Italia, España, Portugal, Estados
Unidos y países hermanos de Latinoamérica; pronunciaron discursos y enviaron
comunicaciones más de un centenar y medio de relevantes personalidades de
nombradía universal, entre ellos Benedetto Croce, Réginald Garrigou Lagrange,
Martín Heidegger, Karl Jaspers, Gabriel Marcel, Jacques Maritain, Francisco
Miró Quesada, Bertrand Russell, Michele Federico Sciacca, José Vasconcelos,
Alberto Wagner de Reyna, Julián Marías, Carlos Vaz Ferreyra, los argentinos ya
citados y otros de reconocido prestigio como Hernán Benítez, Tomás D. Casares,
Carlos Cossio, Luis Juan Guerrero e Ismael Quiles. Las sesiones del
Congreso se iniciaron el 30 de marzo y se clausuraron el mencionado 9 de abril,
realizándose pocos días después, el 14 de abril, en el Teatro Colón de la Ciudad de Buenos Aires, un
solemne Acto Académico en el cual los delegados extranjeros recibieron de manos
del Presidente de la Nación
el título de "Miembros Honorarios
de la
Universidad Argentina".Para presentar su
discurso de cierre, el Presidente Perón fue invitado por el Dr. Cruz,
Presidente del Comité Ejecutivo del Congreso, quien expresó: “Ilustre Doctor Honoris Causa de la Universidad Argentina,
os invito a exponer vuestro pensamiento”.Ese pensamiento, conocido
como "La Comunidad Organizada",
junto a su otra conferencia magistral, "Modelo
Argentino para el Proyecto Nacional", dada ante el Parlamento Nacional
poco después de asumir por tercera vez la Presidencia de la Nación, constituyen el
fundamento conceptual y
doctrinario en que se asienta el Movimiento Nacional justicialista.
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LA COMUNIDAD
ORGANIZADA
Disertación del Juan Domingo Perón
Señores Miembros extranjeros del Primer Congreso
Nacional de Filosofía:
Deseo, señores, que al pisar esta tierra os hayáis
sentido un poco argentinos y con ello nos habréis hecho un gran honor y
brindado una inmensa satisfacción.
Para el corazón argentino, en nuestra tierra, nadie
es extranjero, si viene animado del deseo de sentirse hermano nuestro. Ese
corazón y esa hermandad es lo que os ofrecemos como más sincero y como más
precioso.
Que os sintáis en vuestra casa será nuestro
orgullo.
En ella nadie os preguntará quién sois y os
ofrecerá, con el pan y la sal de la amistad, esta heredad de nuestros mayores,
que queremos honrar como la honraron ellos.
Señores Congresales:
Alejandro, el más grande general, tuvo por maestro
a Aristóteles.
Siempre he pensado entonces que mi oficio tenía
algo que ver con la filosofía.
El destino me ha convertido en hombre público.
En este nuevo oficio, agradezco cuanto nos ha sido
posible incursionar en el campo de la filosofía.
Nuestra acción de gobierno no representa un partido
político, sino un gran movimiento nacional, con una doctrina propia, nueva en
el campo político mundial.
He querido entonces ofrecer a los señores que nos
honran con su visita, una idea sintética de base filosófica, sobre lo que
representa sociológicamente nuestra tercera posición.
No tendría jamás la pretensión de hacer filosofía
pura, frente a los maestros del mundo en tal disciplina científica. Pero,
cuanto he de afirmar, se encuentra en la República en plena realización.
La dificultad del hombre de Estado responsable,
consiste casualmente en que está obligado a realizar cuanto afirma.
Por eso, señores, en mi disertación no ataco a
otros sistemas, señalo solamente opiniones propias hoy compartidas por una
inmensa mayoría de nuestro pueblo e incorporadas a la Constitución de la Nación Argentina.
El movimiento nacional argentino, que llamamos
justicialismo en su concepción integral, tiene una doctrina nacional que
encarna los grandes principios teóricos de que os hablaré enseguida y
constituye a la vez la escala de realizaciones, hoy ya felizmente cumplidas en
la comunidad argentina.
He querido exponer personalmente ante los señores
congresales tales concepciones, en la seguridad de que las interpretarán como
un esfuerzo personal de contribución a este Congreso, y en el deseo de expresar
personalmente también a nuestros gratos huéspedes toda nuestra consideración y
todo nuestro afecto.
EL HOMBRE Y LA SOCIEDAD SE ENFRENTAN CON LA MÁS PROFUNDA CRISIS
DE VALORES QUE REGISTRA SU EVOLUCIÓN
Está en nuestro ánimo la absoluta conciencia
del momento trascendental que vivimos.
Si la Historia de la humanidad es una ilimitada serie
de instantes decisivos, no cabe duda de que, gran parte de lo que en el futuro
se decida a ser, dependerá de los hechos que estamos, presenciando.
No puede existir a este respecto divorcio
alguno entre el pensamiento y la acción, mientras la sociedad y el hombre se
enfrentan con la crisis de valores más profunda acaso de cuantas su evolución
ha registrado.
Las conclusiones de los congresos últimamente
celebrados en el mundo prueban en cierto modo la universalidad de esta
persuasión.
El Congreso Internacional de Roma de 1946, el
III Congreso de las Sociedades de Filosofía de Lengua Francesa de Bruselas en
1947, el de Edimburgo de 1948 y el de Amsterdam, evidencian que la inquietud
intelectual ha llegado a un momento activo.
Es posible que la acción del pensamiento
haya perdido en los últimos tiempos contacto directo con las realidades de la vida
de los pueblos.
También es posible que el cultivo de las
grandes verdades, la persecución infatigable de las razones últimas, hayan
convertido a una ciencia abstracta y docente por su naturaleza en un
virtuosismo técnico, con el consiguiente distanciamiento de las perspectivas en
que el hombre suele desenvolverse.
Acaso sobre el gran fondo filosófico que es
la verdad, haya prevalecido una cuestión de tendencias, ajenas al
ansia de conocimiento a cuya satisfacción debería consagrarse toda fuerza
creadora. En ausencia de tesis fundamentales defendidas con la
perseverancia debida, surgen las pequeñas tesis, muy capaces de sembrar
el desconcierto.
EL HOMBRE PUEDE DESAFIAR
CUALQUIER MUDANZA SI SE HALLA ARMADO DE UNA SÓLIDA VERDAD
Los problemas sustantivos no han sido
resueltos en el tiempo, tal vez porque existe un problema y una verdad
demostrable para cada generación.
Quizá, para cada generación, sean siempre los
mismos tal problema y tal verdad.
Los griegos de Sócrates se formulaban grandes
preguntas: el ser, el principio, la virtud, la belleza, la finalidad, y
trataron de formular debidamente sus tablas de Moral y sus principios de Etica.
No es lícito dar tales problemas por juzgados
para permitirnos después extraviar al hombre - que ignora las viejas verdades
centrales - con nuevas verdades superficiales o con simples sofismas.
El hombre está hoy tan necesitado de una
explicación como aquellos para quienes Sócrates, tantos siglos atrás, forzaba
sus problemas.
A los pueblos han sido descubiertos hechos de
asimilación no enteramente sencilla.
Se ha persuadido al hombre de la conveniencia
de saltar sin gradaciones de un idealismo riguroso a un materialismo
utilitario; de la fe a la opinión; de la obediencia a la incondición.
La libertad, conquista máxima de las modernas
edades, no se produjo acompañada de una previa reestructuración de sus
corolarios.
Es posible que hubiese cierta improvisación
en tal victoria, porque siempre resulta difícil establecer el orden entre las
tropas que se apoderan de una ciudad largamente asediada.
La edad del materialismo práctico, por otra
parte, ha correspondido con un gigantesco progreso económico.
Una de sus características ha sido la de
reducir las perspectivas íntimas del hombre.
Este no posee la misma medida de su
personalidad a la sombra del olmo bucólico que junto al poderío estruendoso de
la máquina.
Debemos preguntarnos si, al sobrevenir las
radicales modificaciones de la vida moderna, se produjeron las oportunas
orientaciones llamadas a equilibrar al hombre conmovido por la violenta
transición al espíritu colectivo.
Preclaros cerebros han intentado advertir al
mundo del peligro que supone que el hecho no haya tenido un prólogo ni una
preparación; de que no se haya adaptado previamente el espíritu humano a lo que
había de sobrevenir.
El hombre puede desafiar cualquier
contingencia, cualquier mudanza, favorable o adversa, si se halla armado de una
verdad sólida para toda la vida.
Pero si ésta no le ha sido descubierta al
compás de los avances materiales, es de temer que no consiga establecer la
debida relación entre su yo, medida de todas las cosas, y el mundo circundante, objeto de
cambios fundamentales.
En tal coyuntura la filosofía recupera el
claro sentido de sus orígenes.
Como misión pedagógica halla su nobleza en la
síntesis de la verdad, y su proyección consiste en un "iluminar", en
un llevar al campo visible formas y objetos antes inadvertidas; y, sobre todo,
relaciones.
Relaciones directas del hombre con su
principio, con sus fines, con sus semejantes y con sus realidades mediatas.
De los elevados espacios, donde las razones
últimas resplandecen, procede la norma que articula al cuerpo social y corrige
sus desviaciones.
-SI LA CRISIS MEDIOEVAL
CONDUJO AL RENACIMIENTO, LA DE
HOY, CON EL HOMBRE MÁS LIBRE Y LA CONCIENCIA MÁS
CAPAZ, PUEDE LLEVAR A UN RENACER MÁS ESPLENDOROSO.
Entra en lo posible que las tradiciones
muertas no resuciten.
Si el pensamiento humano, considerado como
tesoro de conceptos, se mira a través del ritmo vertiginoso y febril de la vida
actual, puede que aparezca como un campo desolado, escenario de patéticas
batallas.
Es posible también que muchas tradiciones
caídas no sean adaptables al signo de la presente evolución y que otras hayan
perdido incluso su objeto.
En cierto modo era éste el panorama de la
humanidad en los albores de la
Edad Media: se consideraban suficientemente definidas algunas
verdades, pero aun éstas aparecían cerradas y custodiadas, y el pueblo se
alimentaba sólo de fe.
La verdad socrática, la platónica y la
aristotélica, no fueron textos prácticos para el medioevo, que habían perdido,
en el fragor de una terrible crisis, todo contacto con la continuidad
intelectual del pasado.
Es cierto que no resucitaron entonces muchas
tradiciones, pero con los restos del naufragio, el pensamiento humano elaboró,
a la luz de la fe, que es indeclinable, una nueva mística, con un nuevo
contenido.
El Renacimiento prueba que el camino es un
factor asequible al hombre en todo momento.
No es el rigor de nuestra crisis el que
debieron arrostrar las islas pensantes de la Edad Media: el nuestro
es, simplemente, un rigor de otra clase.
No tiene ante sí, o no cree tenerlo, un
infinito. No da la sensación de producirse para el tiempo, sino para el
momento.
Se diría de algunos, que les preocupan menos
las verdades que las apariencias, y menos la visión de lo último y lo general
que lo inmediato y personal.
La marcha fatigosa y rápida de la evolución
social, como de la económica, han trastornado los habituales paisajes de la
conciencia.
No es frecuente hallar seres que posean una
perspectiva completa de su jerarquía.
La conquista de derechos colectivos ha
producido un resultado ciertamente inesperado: no ha mejorado en el hombre la
persuasión de su propio valer.
Esa miopía para la nobleza de los valores
procede, posiblemente, de una deficiente pedagogía.
Caracteriza a las grandes crisis la enorme
trascendencia de su opción.
Si la actual es comparable con la del
Medioevo, es presumible que dependa de nosotros un Renacimiento más luminoso todavía que el anterior, porque el
nuestro, contando con la misma fe en los destinos, cuenta con un hombre mas libre y, por lo
tanto, con una conciencia más capaz.
El gran menester del pensamiento filosófico
puede consistir, por consiguiente, en desbrozar ese camino, en acompasar ante
la expectación del hombre el progreso material con el espiritual.
-LA
PREOCUPAClÓN TEOLÓGlCA
La primera preocupación fue necesariamente la
teológica.
El conocimiento precisaba luz con que enfocar
los objetos, o un espacio iluminado donde situarlos para su examen posterior.
El Origen era el factor supremo y natural de
este proceso previo.
Las inquietudes teológicas satisfacían en
parte una necesidad primaria y, después, condicionaban categóricamente toda
otra traslación de juicio sobre el existir.
La cultura condujo a distinguir con mayor
claridad las relaciones existentes entre lo sobrenatural y el conocimiento;
pero el carácter de aquella necesidad era consustancial al alma humana, como
vocación de explicaciones últimas o como una conciencia de hallarse encuadrada
en un orden superior.
Las comunidades más avanzadas razonaban sobre
el problema y, a su modo, llegaron a humanizar en una mitología su
presentimiento, mientras que las atrasadas, necesitadas igualmente de una
explicación, adoraron al Ser Supremo en las cosas y objetos inanimados.
Respecto a la explicación de ese estado de
necesidad, unido a la razón teológica por impalpables vínculos, y por lo que
toca a señalar su vigencia, es indiferente la visión especificada de las razas
o grupos superiores o la tendencia primitiva y panteísta de las tribus; ambas
prueban, por igual, el carácter de esa necesidad.
Lo inexplicado residía sobre objetos
distintos, porque antes de que otras tradiciones estableciesen conceptos
terminantes sobre una inquietud universal, se optaba sólo sobre el objeto de la
veneración.
Así los eleatas, ensayaban un principio de
adoración en torno a su ser sustancial e inmutable y, en el mecanismo de
Demócrito, opera en la teoría sobre el movimiento de los átomos actuantes lo
que él creía una explicación material plausible a un problema formulado de un
modo general.
Para Parménides hay ya un solo Dios, el mayor entre los dioses y los hombres, que ni en su
figura ni en su pensar se parece a los mortales.
La humanidad empezaba a escrutar
ambiciosamente el silencio de los cielos.
El pensamiento no se conformó con la alegre
orgía de los dioses mitológicos.
Lo que el hombre no podía hallar en la corte
de Zeus, ejemplaridad y principios absolutos, debía buscarlo por otros caminos.
Platón, en el Eutifrón,
concretará más tarde ese "estar alerta" de Sócrates
ante la máxima virtud, considerada como resplandor de un Ser fuente del orden
cósmico.
El abismo de la Teogonía de Hesíodo y el,
a p e i r o n lo ilimitado, de Anaximandro, empezaban a poblarse de luz
ante la inquieta pupila humana.
La fuerza que genera en lo infinito será al
principio el Amor, símbolo inmediato de la acción de crear asequible a nuestros
sentidos, y más tarde su representación última en la Omnipotencia.
¿Quién
es Dios para que le ofrezcamos sacrificios?,
pregunta el Rig-Veda. Padre del Universo, Prajapati
llama a este ser, al que todo aparece subordinado.
Idéntica preocupación se nos formula en el
logo V griego la palabra primera, la primera voz, fuerza que encabeza
posteriormente el Antiguo Testamento.
Era necesario ese "verbo" para
diferenciar a su luz el bien del mal, como era necesario Prajapati para reconocer luego en su poder el atman
hindú, el alma, el "yo mismo".
Cuando Platón afirma que Dios es la medida de todas las cosas, cobra altura el hombre medida de todas las cosas
de Protágoras, porque entre ellas se hallan muchas a las que el hombre no
halla en la Naturaleza
una explicación razonable.
Muchos siglos después, un ilustre cerebro
había de explicar con admirable sencillez el proceso de esa inquietud.
No tenía necesidad por cierto de apoyarse
Víctor Hugo en la teoría de los druidas, dos mil años antes de Jesucristo,
según los cuales "las almas pasan la eternidad recorriendo la inmensidad" para
preguntar, sobre la necesidad de un orden supremo, lo siguiente: ¿Y no hay Dios? ¿Cómo el hombre,
perecedero, enfermo y vil, tendría lo que le falta al universo? ¡La criatura
llena de miserias tendría más ventajas que la creación llena de soles!
¡Tendríamos un alma y el mundo no! El hombre sería un ojo abierto en medio del
universo ciego. ¡El único ojo abierto! ¿Y para ver qué? ¡La nada!
No es imposible distinguir en esas frases la
enunciación feliz del problema del pensamiento antiguo.
-EL RECONOCIMIENTO DE LAS
ESENCIAS DE LA PERSONA
HUMANA COMO BASE DE LA DIGNIFICACIÓN Y
DEL BIENESTAR DEL HOMBRE
Cuando llegamos a Darwin y a sus conexiones
con la filosofía, advertimos de pronto que estamos ya muy lejos del mundo de
Sócrates y sus figuras pensantes.
La evolución se nos ofrece como una teoría
biológica que no desease sostener trato de ninguna especie con otro linaje de
cuestiones.
Y por debajo del mundo científico, se plantea
el problema de si el alma humana puede digerir la sustitución de su culto
elemental y tradicional, por una exégesis puramente científica.
En último término esta orientación no nos
produce resultados positivos en orden a la organización de la vida común.
No podemos deducir de ella el clima de una
nueva Etica y mucho menos el de una nueva Moral.
Es un problema biológico lo preferido; un
suceso de orden físico, del que es más que difícil extraer consecuencias para
la vida espiritual de los pueblos.
No es posible fundar sobre una ley técnica,
desconectada de las razones últimas, una ley positiva, ni siquiera un tratado
de buenas costumbres.
Elevada una explicación semejante a lo
general, el hombre, la sociedad o el Estado, se ven obligados a inventar de
pronto una escala nueva de valores, una nueva Moral.
En el apogeo de una edad de ambiciones
materiales, después de un largo espacio, casi siglo y medio, de desechar todo
razonamiento metafísico, el pensamiento no sabe permanecer indefinidamente
refugiado en criterios marginales, ni gusta de trasladar sus cultos para
proveerse de los mismos resultados.
Desde una esfera rectora, al considerar la
posibilidad de proveer a los pueblos de buenas condiciones materiales de vida,
el problema deja de ser abstracto, para convertirse en una necesidad
apremiante.
El hombre que ha de ser dignificado y puesto
en camino de obtener su bienestar, debe ser ante todo calificado y reconocido
en sus esencias.
-LA
REALIZACIÓN PERFECTA
DE LA VIDA
Entendemos en la virtud socrática la
realización perfecta de la vida. Esto es: comprensión de la propia personalidad
y del medio circundante que define sus relaciones y sus obligaciones privadas y
públicas.
Cuando Leibniz nos dice: Quien lo hubiera
contemplado todo, lo lejano y lo cercano, lo propio y lo extraño, lo pasado y
lo, futuro, con la misma claridad y distinción, con lo cual por supuesto
desaparecería la diferencia de cercano y lejano, propio y extraño, pasado y
futuro, ese tal, libre de pecado, sólo querría y realizaría el bien, alude
al arquetipo de virtud que puede producir el desdén ante lo perecedero.
No sería una actitud, sino una escéptica o
una apostólica inhibición. La virtud socrática era actuante, tan batalladora
como había de ser después la cristiana; contemplaba el mundo práctico y lo
sabía lleno de tentaciones y dificultades.
Virtuoso para Sócrates era el obrero que
entiende en su trabajo, por oposición al demagogo o a la masa inconsciente.
Virtuoso era el sabedor de que el trabajo jamás deshonra, frente al ocioso y al
politiquero.
En el Eutifrón nos dice Platón que no
hay una virtud específica, un ideal específico para cada cual, sino un ideal
del hombre que no es acaso más que una disposición para resolver las ecuaciones
vitales con arreglo a una estimativa ética.
LOS VALORES NORMALES HAN DE COMPENSAR LAS EUFORIAS DE
LAS LUCHAS Y LAS CONQUISTAS Y OPONER UN MURO INFRANQUEABLE AL DESORDEN
El bien y el mal obran sobre el hombre como
sobre la sociedad.
De lo individual a lo colectivo sus momentos
oscilan entre arrebatos místicos y paroxismos pavorosos.
Una postura moral procedente de un fondo
religioso sólido o de una refinada educación ética intenta estipular los
límites entre posibles y tentadores extremos.
El hombre, en la desgracia, tiende a la
introversión como tiende a la extraversión en la prepotencia.
La duda y la soberbia, son los extremos
máximos de esa oscilación, producida en ausencia de medidas suficientes.
La ciencia puede resolver en la abstracción
los problemas, partiendo de premisas igualmente abstractas, pero en la vida de
las comunidades los efectos de esas oscilaciones suelen ser muy otros.
Cuando un pueblo se aproxima a un momento
grave, sus cerebros de primera fila se preguntan si el ánimo estará debidamente
preparado para las horas que se avecinan.
Pues bien; es forzoso plantearse la misma
pregunta cuando se trata de llevar a la humanidad a una edad mejor. Incumbe a
la política ganar derechos, ganar justicia y elevar los niveles de la
existencia, pero es menester de otras fuerzas.
Es preciso que los valores morales creen un
clima de virtud humana apto para compensar en todo momento, junto a lo
conquistado, lo debido.
En ese aspecto la virtud reafirma su sentido
de eficacia.
No será sólo el heroísmo continuo de las
prescripciones litúrgicas; es un estilo de vida que nos permite decir de un
hombre que ha cumplido virilmente los imperativos personales y públicos: dió
quien estaba obligado a dar y podía hacerlo, y cumplió el que estaba obligado a
cumplir.
Esa virtud no ciega los caminos de la lucha,
no obstaculiza el avance del progreso, no condena las sagradas rebeldías, pero
opone un muro infranqueable al desorden.
EL AMOR ENTRE LOS HOMBRES HABRÍA
CONSEGUIDO MEJORES FRUTOS EN MENOS TIEMPO DEL QUE HA COSTADO A LA HUMANIDAD LA SIEMBRA
DEL RENCOR
Necesariamente ha debido ser larga la época
de la revolución social, a la que caracterizó un adusto ceño.
Todavía no puede considerársela realizada,
pero es preciso que aquella interpretación de la virtud socrática esparza,
junto a la conciencia de la dignidad humana, otra clase de valores. Junto al
imperativo categórico kantiano se ofrece al mundo un campo ilimitado.
Obra
en todo momento como si las máximas de tu conducta particular debieran
convertirse en leyes generales.
Kant proclamó ante la expectación de la
humanidad un credo que sólo podría hallar precedentes en los principios
cristianos del amor mutuo, con la diferencia de que en este caso la enunciación
afecta el rigor de la disciplina.
El trasladar a lo colectivo lo que se desea
en lo íntimo, es insinuar la superación de cuanto hubo de aislamiento y desdén
en una época de gloriosos intentos.
Leemos en Empédocles que las alternativas en
el predominio del amor y del odio engendran los diversos períodos en el mundo.
Puede muy bien ser cierto, aunque Empédocles
no buscase la misma conclusión, porque la humanidad ha conocido entre épocas de
odio otras de un vivir con los brazos abiertos hacia todas las posibilidades de
la humana naturaleza.
Bajo ese imperio de místicos frutos se
vislumbran mundos nuevos, se educan nacientes nacionalidades, se destruyen las
barreras.
Pero es sintomático que tales resultados se
hayan obtenido sólo ante la presencia de un enemigo común y de un modo poco
duradero: una desolada experiencia armó la tesis del pesimismo.
Algo falla en la naturaleza cuando es posible
concebir, como Hobbes en el Leviathan, al homo hominis lupus, el
estado del hombre contra el hombre, todos contra todos, y la existencia como un
palenque donde la hombría puede identificarse con las proezas del ave rapaz.
Hobbes pertenece a ese momento en que las
luces socráticas y la esperanza evangélica empiezan a desvanecerse ante los
fríos resplandores de la Razón,
que a su vez no tardará en abrazar al materialismo.
Cuando Marx nos dice que de las relaciones
económicas depende la estructura social y su división en clases y que por
consiguiente la Historia
de la humanidad es tan sólo historia de las luchas de clases, empezamos a
divisar con claridad, en sus efectos, el panorama del Leviathan.
No existe probabilidad de virtud, ni siquiera
asomo de dignidad individual, donde se proclama el estado de necesidad de esa
lucha que, es por esencia, abierta disociación de los elementos naturales de la
comunidad.
Al pensamiento le toca definir que existe,
eso sí, diferencia de intereses y diferencia de necesidades, que corresponde al
hombre disminuirlas gradualmente, persuadiendo a ceder a quienes pueden hacerlo
y estimulando el progreso de los rezagados.
Pero esa operación - en la que la sociedad
lleva ocupada con dolorosas vicisitudes más de un siglo-, no necesita del grito
ronco y de la amenaza y mucho menos de la sangre, para rendir los apetecidos
resultados.
El amor entre los hombres habría conseguido,
mejores frutos en menos tiempo, y si halló cerradas las puertas del egoísmo, se
debió a que no fué tan intensa la educación moral para desvanecer estos
defectos, cuanto lo fué la siembra de rencores.
-EL GRADO ÉTICO ALCANZADO POR UN PUEBLO
IMPRIME RUMBO AL PROGRESO, CREA EL ORDEN Y ASEGURA EL USO FELIZ DE LA LIBERTAD
Esa virtud nos sitúa de plano en el campo de
lo ético. La actitud se enfrenta con el mundo exterior. Se trata de ver hasta
qué punto es susceptible de perfeccionar los módulos de la propia existencia.
Aristóteles nos dice: El hombre es un ser
ordenado para la convivencia social; el bien supremo no se realiza, por
consiguiente, en la vida individual humana, sino en el organismo
super-individual del Estado; la ética culmina en la política.
El proceso Aristotélico nos lleva a un punto
más alejado del proyectado.
Deseamos referirnos sólo a la imposición de
la convivencia sobre las proyecciones de la actitud individual. Nuestra virtud
no será perfecta hasta ser complementada por esa ética, que mide los valores
personales.
La vida de relación aparece como una eficaz
medida para la honestidad con que cada hombre acepta su propio papel.
De ese sentido ante la vida, que en parte muy
importante procederá de la educación recibida y del clima imperante en la
comunidad, depende la suerte de la comunidad misma.
Habrá pueblos con sentido ético y pueblos
desprovistos de él; políticas civilizadas y salvajes; proyección de progreso
ordenado o delirantes irrupciones de masas.
La diferencia que media entre extraer
provechosos resultados de una victoria social o anegarla en el desorden,
corresponde a las dosis de ética poseídas.
Tales dosis caracterizan los diversos
períodos de la Historia. Hacen glorioso el triunfo y soportable el fracaso;
atenúan las calamidades; prestan fuerzas de reserva.
El progreso está, por lo demás, en absoluta
relación de dependencia con el grado ético alcanzado, establece la moral de las
leyes y puede interpretarlas sabiamente.
Para la vida pública esto significa el orden,
la acción y el uso feliz de la libertad.
Permítaseme decir que la libertad posee carta
de naturaleza en los pueblos que poseen una ética, y es transeúnte ocasional
donde esa ética falta.
Santo Tomás dice: La libertad de la
voluntad es un supuesto de toda moral; solamente las acciones libres, derivadas
de una reflexión racional, son morales.
Es cierto que sólo esas acciones pueden
alcanzar el calificativo de morales cuando se han producido con arreglo a
ciertos requisitos.
La libertad fué primariamente sustancia del
contenido ético de la vida.
Pero, por lo mismo, nos es imposible imaginar
una vida libre sin principios éticos, como tampoco pueden darse por supuestas
acciones morales en un régimen de irreflexión o de inconsciencia.
-EL SENTIDO ÚLTIMO DE LA
ÉTICA CONSISTE EN LA
CORRECCIÓN DEL EGOÍSMO
Spencer nos dice que el sentido último de la
Etica consiste en la corrección del egoísmo.
El egoísmo, que forjó la lucha de clases e
inspiró los más encendidos anatemas del materialismo, es al mismo tiempo sujeto
último del proceder ético.
Corresponde seguramente una actitud ante esa
disposición cerrada que produce la sobrestimación de los intereses propios.
La enunciación de tal cosa corresponde en la Historia a una sangrienta
y dura evolución, cuyo fin no podemos decir que se haya alcanzado aún.
Si la felicidad es el objetivo máximo, y su
maximación una de las finalidades centrales del afán general, se hace visible
que unos han hallado medios y recursos para procurársela y que otros no la han
poseído nunca.
Aquéllos han tratado de retener
indefinidamente esa condición privilegiada, y ello ha conducido al
desquiciamiento motivado por la acción reivindicativa, no siempre pacífica, de
los peor dotados.
El egoísmo estaba destinado, acaso por
designio providencial, a transformarse en motor de una agitada edad humana.
Pero el egoísmo es, antes que otra cosa, un
valor-negación, es la ausencia de otros valores, es como el frío, que nada
significa sino ausencia de todo calor.
Combatir el egoísmo no supone una actitud
armada frente al vicio, sino más bien una actitud positiva destinada a fortalecer
las virtudes contrarias; a sustituirlo por una amplia y generosa visión ética.
Difundir la virtud inherente a la justicia y
alcanzar el placer, no sobre el disfrute privado del bienestar, sino por la
difusión de ese disfrute, abriendo sus posibilidades a sectores cada vez
mayores de la humanidad: he aquí el camino.
-LA HUMANIDAD Y EL
YO. LAS INQUIETUDES DE LA MASA
Cuando Eurípides pone junto al yo
clamante la masa que, desde el coro, expone las inquietudes y pareceres
colectivos, extiende junto al yo la dilatada llanura de la humanidad.
Descubre en ella un elemento perfecto de medición. El ser individual halla su
proporción vertical y horizontalmente.
Al exponer Humboldt el ideal de humanidad, se
gesta, en el campo histórico, el ideal del hombre universal, erigido en
representante supremo de la civilización.
Comte lo cimentó al afirmar que la Sociología es la base
necesaria de la Política.
Hegel llevó a sus últimas consecuencias
filosóficas esa certera intuición. Afirmó del espíritu, que existe por sí mismo, que sólo podrá llegar al pleno ser en sí en la medida en que el
yo se eleve al nosotros o,
con sus palabras, al yo de la
humanidad.
El racionalismo postkantiano había trasladado
asimismo su campo visual desde el individuo a la sociedad, desde el hombre a la
humanidad.
Los chispazos de una revolución
político-económica, con la erección del industrialismo y el capitalismo,
generados por el Progreso en las entrañas de la Revolución liberal, provocaron
la expansión de los valores individuales hacia los contornos públicos, o mejor
dicho, el contorno filosófico del ser empezó a apreciarse mejor en su dintorno.
El individuo se hace interesante en función
de su participación en el movimiento social, y son las características
evolutivas de éste las que reclaman atención preferente.
Para derribar las defectuosas concepciones de
la etapa de los privilegios fué necesario un implacable desdoblamiento de la
fortaleza-unidad del individuo.
Pero apresurémonos a reconocer que tal
mutación debe considerarse precedida de una larga etapa teórica.
La práctica corresponde a nuestro siglo y
está en sus comienzos.
Ello tiene una explicación hasta cierto punto
sencilla.
Cuando decimos que el tránsito efectuado
derivó del viejo estado histórico de necesidad al moderno de libertad, pensando
mejor en el individuo que en la comunidad, enunciamos una visión oblicua de la
evolución.
La etapa preparatoria, o teórica de
realización del yo en el nosotros, fué, cabalmente, una fase apta
para permitir la cesión de los principios rectores que, sin caer todavía sobre
la masa, facilitaba a los nuevos grupos dirigentes el suspirado desplazamiento
del poder.
La libertad entonces proclamada precisa un
esclarecimiento si ha de considerarse su vigencia.
Si por sentido de libertad entendemos el
acervo palpitante de la humanidad, frente al estado de necesidad dictado por el
imperio indiscutido de una fracción electoral, deberemos plantearnos
inmediatamente su problema máximo: su incondición, y, sobre todo, su
posibilidad de opción.
Libre no es un obrar según la propia gana,
sino una elección entre varias posibilidades profundamente conocidas.
Y tal vez, en consecuencia, observaremos que
la promulgación jubilosa de ese estado de libertad no fué precedido por el
dispositivo social, que no disminuyó las desigualdades en los medios de lucha y
defensa ni, mucho menos, por la acción cultural necesaria para que las
posibilidades selectivas inherentes a todo acto verdaderamente libre pudiesen
ser objeto de conciencia.
El fondo consciente que presta contenido a la
libertad, la autodeterminación popular, sobreviene a muy larga distancia en el
tiempo del prólogo político de la cuestión.
Cuando el ideal de humanidad empieza a
abrirse paso, cuando la crisis de los hechos produce la revolución de las
ideas, advertimos que los antiguos enunciados no ensamblan de un modo perfecto
con el signo de la evolución.
Son esbozos, o reflejos imperfectísimos, de
un ideal mucho más antiguo: el griego.
-SUPERACIÓN DE LA LUCHA DE CLASES POR LA COLABORACIÓN SOCIAL
Y LA DIGNIFICACIÓN
HUMANA
La lucha de clases no puede ser considerada
hoy en ese aspecto que ensombrece toda esperanza de fraternidad humana.
En el mundo, sin llegar a soluciones de
violencia, gana terreno la persuasión de que la colaboración social y la
significación de la humanidad constituyen hechos, no tanto deseables cuanto
inexorables.
La llamada lucha de clases, como tal, se
encuentra en trance de superación.
Esto en parte era un hecho presumible.
La situación de lucha es inestable, vive de
su propio calor, consumiéndose hasta obtener una decisión.
Las llamadas clases dirigentes de épocas
anteriores no podían sustraerse al hecho poco dudoso de sus crisis.
La humanidad tenía que evolucionar
forzosamente hacia nuevas convenciones vitales y lo ha hecho. La subsistencia
de móviles de violenta inducción ofrece el espectáculo de un avance hacia la
descomposición por el desgaste o hacia la adopción de fórmulas estériles.
La aspiración de progreso social ni tiene que
ver con su bulliciosa explotación proselitista, ni puede producirse rebajando o
envileciendo los tipos humanos.
La humanidad necesita fe en sus destinos y
acción, y posee la clarividencia suficiente para entrever que el tránsito del
yo al nosotros, no se opera meteóricamente como un exterminio de las
individualidades, sino como una reafirmación de éstas en su función colectiva.
El fenómeno, así, es ordenado y lo sitúa en
el tiempo una evolución necesaria que tiene más fisonomía de Edad que de Motín.
La confirmación hegeliana del yo en la
humanidad es, a este respecto, de una aplastante evidencia.
-REVISIÓN DE LAS JERARQUÍAS
Importa, seguramente, no perder de vista al
hombre en esta nueva contemplación revisionista de las jerarquías.
No es perfectamente imposible disociar el
todo de las partes o acentuar exclusivamente sobre lo colectivo, como si fuese
por entero indiferente a la condición de los elementos formativos.
La sublimización de la humanidad no depende
de su consideración preferente como del hecho de que el individuo que la
integra alcance un grado que la justifique.
La senda hegeliana condujo a ciertos grupos
al desvarío de subordinar tan por entero la individualidad a la organización
ideal, que automáticamente el concepto de humanidad quedaba reducido a una
palabra vacía: la omnipotencia del Estado sobre una infinita suma de ceros.
Como podemos entender al hombre, o divisarle
mejor, en el marco de esa humanidad que lo realiza, será, en su jerarquía
propia, atento a sus propios fines y consciente de su participación en lo
general.
Sólo así podremos hablar del problema de la
redención como de una perfección realizable por elevación, en la vida en común.
Puede que D'Alembert acertase al pronosticar
la subordinación del pensamiento-luz a la técnica y hemos visto que los
problemas inmediatos, sociales, políticos y económicos, produjeron un grado de
obnubilación suficiente para desvanecer en la zozobra colectiva los sagrados
fines del individuo.
En el seno de la humanidad que soñamos, el
hombre es una dignidad en continuo forcejeo y una vocación indeclinable hacia
formas superiores de vida.
Tales factores no operan, por cierto, en una
consideración simplemente masiva de la biología social.
De su ignorancia o de su sojuzgamiento
depende precisamente el éxito de nuestra época.
Sólo en este punto podemos examinar con
mejores garantías de acierto la gran posibilidad de ese ideal de humanidad.
Si no lo buscamos a través de esta misma,
como una expresión de bloque con necesidades de bloque, sino a través del
individuo, hallaremos enseguida sus dos características esenciales: humanidad
como crisol de la dignidad y como atmósfera de libertad.
Si recordamos a Antístenes, veremos que su
ideal de libertad no era en absoluto incompatible con ningún ideal razonado de
humanidad.
Hay una libertad irrespetuosa ante el interés
común, enemiga natural del bien social.
No vigoriza al yo sino en la medida
que niega al nosotros, y ni siquiera se es útil a sí misma para
proyectar sobre su actividad una noble calificación.
Kant insinúa cuál podrá ser el alto sentido
de la libertad al situarla en el campo de la ley moral y en el espacio del
destino.
Nada nos impide considerar como destino no
sólo finalidad individual, o la suma de sus probabilidades, sino la suma de las
probabilidades generales. La misma ley moral no será considerada como ente
aislado, como principio personal, sino como visión máxima del ideal de conducta
universal.
Con arreglo a ambas fuerzas presupone Kant la
capacidad de autodeterminación y la llama casualidad libre.
La existencia de esa personalidad es un
postulado de la razón práctica.
Pero Fichte va más lejos todavía: El grado
supremo sólo llega a lograrse -nos dice-, cuando sobre ese ciego deseo
de poder y sobre la arbitrariedad del individuo se sobrepone en uno la voluntad
de libertad, de soberanía del hombre, la voluntad racional. El hombre no es una
personalidad libre hasta que aprende a respetar al prójimo.
La conclusión de que sólo en el dilatado
marco de la convivencia puede producirse la personalidad libre, y no en el
aislamiento, puede ser el agregado indispensable al ideal filosófico de
sociología, cuya expresión más simple sería la de que nos es grato llegar a la
humanidad por el individuo y a éste por la significación y acentuación de sus
valores permanentes.
-ESPÍRITU Y MATERIA: DOS
POLOS DE LA FILOSOFÍA
Desde los primeros tiempos el tema magno de
las tareas filosóficas fué una cuestión de acentuación. Su campo ofrecía
distintas y aun opuestas probabilidades según que el acento, la visión
preferente, recayese sobre el espíritu o sobre la materia.
La disociación se caracterizó por un
conflicto con la esencia religiosa, paladín de la inmortalidad del alma y
consecuentemente de su primacía.
El problema de los valores individuales y de
los sociales dependió en todo momento de esa acentuación, no debida, por
cierto, a caprichosas veleidades.
En la larga y laboriosa investigación en que
el pensamiento mundial ha consumido sus mejores energías, se han producido,
como chispazos inesperados, revelaciones que sostienen hoy el eterno templo del
saber.
Pero en el orden de sus consecuencias importa
sobremanera comprender que del hecho de subrayar, quiero decir, del lado en que
decidamos situarnos para contemplar las cuestiones propuestas, depende nuestra
calificación ulterior de lo vital.
Inclinarse hacia lo espiritual o hacia lo material
pudo ser una actitud selectiva de índole pensante o de génesis científica
cuando aparecía pura en un grado anterior de la evolución.
No es ésa la situación del mundo actual,
ciertamente.
Los problemas presentes, la superpoblación,
la presencia de las masas en la vida pública, la traducción política de las
doctrinas, confieren aguda responsabilidad al hecho, en apariencia
intrascendente, de tomar partido en la suprema disputa.
CUERPO Y ALMA: EL "COSMOS" DEL
"HOMBRE"
Acaso corresponda el mérito de su iniciación
al pensamiento oriental.
Cuando hallamos en los Vedas la severa afirmación de que, con carácter sustancial,
se hallan en abierta oposición alma y cuerpo o, dicho con propiedad, espíritu y
naturaleza, experimentamos la sensación de haber chocado con una duda larvada
desde el Génesis.
La pugna por reprimir la rebeldía de la
materia y subordinarla por entero al espíritu que supone la práctica del Yoga y su tendencia por liberar
el alma de las apetencias y dolores del cuerpo, nos advierte que la cuestión
había sido enérgicamente planteada en los albores mismos de la civilización.
Para Aristóteles el universo constituye una
serie, en uno de cuyos extremos se encuentra la pura materia y en otro la pura
forma.
Claro está que en su pensamiento la forma, la
causa formal del ser, su contenido, no era otro que el alma.
Pero esa polaridad enuncia con la necesaria
evidencia el carácter distinto de ambas fuerzas. Importa no perder de vista la
visión aristotélica, sobre la que descansa en lo sucesivo la visión
espiritualista mundial que ha de sucederle.
Para Platón, el problema consiste en el
vencimiento por el alma de las potencias inferiores. El cristianismo agrega a
la visión helénica la fe.
El temor a la disociación, en el supuesto de
la inmortalidad, desaparece en él por la purificación.
En la escuela tomista se opera la fusión del
pensamiento cristiano con la dualidad aristotélica. Descartes, primero en
encaminar a la filosofía por una senda nueva, ignorada hasta entonces, parte
también de las bases tradicionales.
Su exposición del proceso partiendo de la
existencia de Dios, el cuerpo y el alma, constituye el prólogo de una posterior
explicación mecánica del universo.
Fué ésta y no su prólogo lo que la disputa
general recogió.
Sólo en Pitágoras podríamos hallar una
preocupación, o una tendencia, de parecido carácter, pero la influencia
cartesiana gravitó con enormes fuerzas en el desarrollo de las investigaciones.
Berkeley y D'Alembert parecen situados,
aunque la imagen no sea perfecta, en los dos extremos de esa serie
aristotélica.
La vigorosa acentuación se convertirá en un
hecho de hondas repercusiones.
Descartes dejó abandonada, como al azar sobre
el tapete, su teoría de la casualidad y ésta, en otras manos, proliferó la
conversión de las jerarquías espirituales en extrañas opacidades.
Parece incomprensible que la indiferencia de
un hombre dotado de tan grave desprecio hacia la masa como Voltaire, ejerciese
tan demoledora influencia sobre los principios en que aquélla podría sustentar
su línea de valores.
La disciplina científica nos aleja ya de la
visión de las esencias centrales.
Kant nos situará ante los conceptos, el
espacio y el tiempo, que Bergson convertirá en materia y memoria.
Para el romanticismo de Schelling la serie
aristotélica se sostiene en el dualismo, pero sobre el pensamiento alemán
gravita ya la época.
Esas fuerzas, además, se hallan en permanente
tensión.
El marxismo convertirá en materia política la
discusión filosófica y hará de ella una bandera para la interpretación
materialista de la Historia.
Hemos pasado de la comunión de materia y
espíritu al imperio pleno del alma, a su disociación y a su anulación final.
Ciertamente, pese al flujo y reflujo de las
teorías, el hombre, compuesto de alma y cuerpo, de vocaciones, esperanzas,
necesidades y tendencias, sigue siendo el mismo.
Lo que ha variado es el sentido de su
existencia, sujeta a corrientes superiores.
Esa acentuación oscilante lo mismo puede
someterle como ente explotable al despotismo de individualidades egoístas, que
condenarle a la extinción progresiva de su personalidad en una masa gobernada
en bloque.
En los hegelianos existió una derecha y una
izquierda.
Tan pronto como esa escuela se reflejó en el
poder asistimos a la formación de sociedades de índole diversa: el hombre
apareció anulado en unas, frente a los imperativos estatales, o con vagas
posibilidades de redención en otras, condicionadas por el equilibrio entre el
interés común y la jerarquía individual.
En ambos casos no nos está permitido dudar de
la trascendencia de Hegel en la liquidación de la disputa.
Si la derecha hegeliana puede derivar hacia
un teísmo conservador, la izquierda se desliza necesariamente a un materialismo
no filosófico y, me atrevería a sostenerlo, no humano.
Por distintos caminos, se alcanza la
pendiente marxista.
Cuando este forcejeo por la interpretación de
la verdad produjo un estado de hecho, ocasionando la crisis de los valores
sociales, surge una nueva explicación.
Acaso resulte prudente considerarla.
En Heidegger y en Kierkegaard observamos un
cierto esfuerzo por retomar la, vía de la antigua comunión.
Obligados a sacrificar algunos principios
para caracterizarla, intentan sin embargo la rectificación.
Cuando Heidegger expone la necesidad de que
ésta llegue a realizarse, a lograr una plenitud, establece su divorcio con la
corriente que bajo la arquitectura del bloque amenazaba aniquilar al hombre.
Kierkegaard proporcionó un sentido igualmente
elevado a la exposición de tales ideas restituyendo a la controversia su
sentido vertical, al relacionar nuevamente espíritu y alma con su causa y su
finalidad.
Keyserling había observado el fondo del
problema atentamente al decir que el esfuerzo de los siglos XVIII y XIX fué
unilateral, pues habían dejado el alma al margen del progreso.
Klages llegó a decir que bajo la influencia
destructora del espíritu llegará a su ocaso, en un día no lejano, la vida
terrenal oponiéndola en su esencia al alma.
En semejantes tiempos ya no resultaba popular
el hombre de Vico, un conocer, un
querer y un poder que tiende al infinito.
Víctor Hugo, otra vez, el genial pensador
francés, lanzará en la plaza pública, frente al momento de Setiembre unas
frases imperecederas: ". . . Si no hay en el hombre algo más que en la
bestia pronunciad sin reír estas palabras: Derechos del hombre y del ciudadano,
derecho del buey, derecho del asno, derecho de la ostra: producirán el mismo
sonido. Reducir el hombre al tamaño de la bestia, disminuirle en toda la altura
del alma que se le ha quitado, hacer de él una cosa como otra cualquiera; eso
suprime de un golpe muchas declaraciones acerca de la dignidad humana, de la
libertad humana, de la inviolabidad humana, del espíritu humano y convierte
todo ese montón de materia en cosa manejable. La autoridad de abajo, la falsa,
gana todo cuanto pierde la autoridad de arriba, la verdadera. Sin infinito no
hay ideal, sin ideal no hay progreso, sin progreso no hay movimiento;
inmovilidad, pues statu quo, estancamiento: Este es el orden. Hay putrefacción
en ese orden. Preguntad a la jaula lo que piensa del ala. Os contestará: el ala
es la rebelión...".
Semejante desafío no está dirigido a la
conciencia filosófica, sino al mundo político, pero estamos lejos de
permitirnos afirmar que en estos momentos, de tan fina sensibilidad, resulta
factible una sólida disciplina intelectual sin repercusiones en el desarrollo
de la vida social...
¿No debemos, acaso, formularnos el problema,
con ambición de eficacia, de si esa acentuación no deberá ser objeto de una
cuidadosa definición antes de referirla a los fines comunes?
Un pensador moderno ha escrito lo siguiente: Hay
un trabajo sin alegría, un placer sin risa, una virtud sin gracia, una juventud
sin suavidad, un amor sin misterio, un arte sin irradiación ... ¿por qué?...
Esa pregunta terrible acaso no esté todavía
pendiente sobre la vida actual.
Pero puede gravitar sobre nuestro futuro si
no llegamos a relacionar y defender debidamente las categorías y valores de ese
sujeto de la vida toda, de nuestras preocupaciones y nuestros desvelos, que es
el Hombre.
Sin el Hombre no podemos comprender en modo
alguno los fines de la naturaleza, el concepto de la humanidad ni la eficacia
del pensamiento...
¿LA FELICIDAD QUE
EL HOMBRE ANHELA PARTENECERÁ AL REINO DE LO MATERIAL O LOGRARÁN LAS
ASPIRACIONES ANÍMICAS DEL HOMBRE EL CAMINO DE LA PERFECCIÓN?
De que importa activar la génesis de un
pensamiento susceptible de contemplar la futura evolución humana da pruebas el
sentido de la vida actual.
Existe una laboriosa tarea en pleno
desarrollo, encaminada a modificar sustancialmente las condiciones de vida en
pro de la felicidad general.
Es importante saber si esta felicidad
pertenece al reino de lo material, o si cabe pensar que se trata de realizar
las aspiraciones anímicas del hombre y el camino de perfección para el cuerpo
social.
Pero cuando volvemos a preguntarnos si la
dirección de ese pensamiento ha de ser ejercida en un sentido horizontal, o si
cabrá imprimirle al mismo tiempo verticalidad, debemos antes examinar, siquiera
en busca de indicios, el panorama que se ofrece a nuestros ojos.
Advertimos enseguida un síntoma inquietante
en el campo universal.
Voces de alerta señalan con frecuencia el
peligro de que el progreso técnico no vaya seguido por un proporcional adelanto
en la educación de los pueblos.
La complejidad del avance técnico requiere
pupilas sensibles y recio temperamento.
Si tomamos como símbolo de la vida moderna el
rascacielos o el transatlántico, deberemos enseguida prefiguramos la estatura
espiritual del ser que ha de morar o viajar en ellos.
Ante esta cuestión no caben retóricas de
fuga, porque lo que en ella se ventila es, ni más ni menos, la escala de
magnitudes con arreglo a la cual puede el hombre rectificar adecuadamente su
propia proporción ante el bullicio creciente de lo circundante.
La vida que se acumula en las grandes
ciudades nos ofrece con desoladora frecuencia el espectáculo de ese peligro al
que unos cerebros despiertos han dado el terrorífico nombre de "insectificación".
Es cierto que lo físico no mengua ni aumenta
la proporción íntima, porque ésta consiste justamente en la estimación de sí
mismo que el hombre posee; pero puede suceder que, en ausencia de categorías
morales, acontezca en su ánimo una progresiva pérdida de confianza y un
progreso paulatino del sentimiento de inferioridad ante el gigante exterior.
Frente a un complejo semejante -que en último
término es un problema de cultura y de espíritu-, son contados los medios de
autodefensa.
La civilización tiende a complicarse y no
parece que por el camino de lo exterior pueda resolverse esta incógnita íntima.
El materialismo intransigente contaba sin
duda con el signo mecánico e implacable del progreso, sospechando que privado
de su sombra cósmica el hombre acabaría por sentirse minúsculo y víctima de la
monstruosa trepidación vital.
Seguro de ello, proveyó a su individuo de un
sustitutivo de la proporción espiritual: el resentimiento.
Previamente había sustituido también las
tendencias supremas por fuerzas inferiores, por esa "gana" que ayer
integraba el cuerpo de una teoría sumamente interesante y que hoy, defraudada y
desencantada, han convertido sus discípulos en la "náusea".
Náusea ante la moral, ante la herencia de la
vida en común, náusea ante las leyes y los procesos inexorables de la Historia, náusea
biológica.
Es hasta cierto punto poco comprensible que
hayamos pasado con tan peligrosa brevedad intelectual de la decepción del ser
insectificado a esa náusea con que, a espaldas de sagradas leyes, se pretende
orientar la comprensión de la existencia colectiva.
Lo sintomático de este modo de pensar está en
que no es una abstracción, como tampoco lo era, pongo por ejemplo, el marxismo.
Este operaba sobre un descontento social.
La náusea -como entelequia- opera sobre el desencanto
individual.
Es la "angustia" abstracta de
Heidegger en el terreno práctico: corresponde a una sociedad desmoralizada que
ni siquiera busca una certidumbre para reclinar la cabeza.
No es por tanto la teoría lo deplorable, sino
la realidad, la deformación postrera de aquella "insectificación";
sólo que esta vez el individuo insectificado ha querido aislarse de la
catástrofe con una mueca cínica.
Reconozcamos que ésta era la consecuencia
necesaria y obligada del doloroso extravío de la escala de magnitudes.
Armado con ella podía el hombre enfrentarse
no sólo con la áspera y poco piadosa vicisitud de su existencia sino con la
crisis que una evolución tan terminante había de suscitar en su intimidad.
Saberse ligado a reinos superiores a las
leyes materiales del contorno, le facilitaba una generosa concentración de
fuerzas para entrar con biológica alegría en un cielo en que todos los
fenómenos parecen desbordarse.
En una célebre fábula de Goethe le acontece a
un hombre desdichado verse compelido a una elección extraordinaria. Melusina,
reina del país de los enanos, le invita a reducir su tamaño y compartir con
ella su elevada jerarquía.
Le
ofrece amor, poder, riquezas, sólo que en un grado inferior: será rey, pero
entre enanos.
Trasladados al país donde las briznas de
hierbas son árboles gigantescos, este hombre, el más mísero de los mortales,
añora su forma anterior.
Y la añora, suponemos, porque su escala de
magnitudes le advierte que en la prosperidad o en el infortunio su estado
anterior era inimitable.
En el hecho complejo del existir, el hombre
es, sin más, una entidad superior.
La fábula de Melusina puede ser igualmente
trasladada a otros paisajes, y preferentemente a ésos donde la desintegración y
la heterogeneidad de la vida moderna han reducido principios absolutos e
ideales en provecho del esplendor material.
Se ha producido el milagro de la fábula pero
a la inversa: al hombre no le ha sido dado elegir con arreglo a su proporción,
y aquel que no poseía un grado de fe en sus valores espirituales, sustituyó la
altiva reacción por la resignación o por el descontento, la difuminación
gradual de las perspectivas que padece quienes no posee una conciencia justa de
su jerarquía, la "insectificación".
Pero semejante desviación no es consecuencia
del auge de los ideales colectivos.
Que el individuo acepte pacíficamente su
eliminación, como un sacrificio en aras de la comunidad, no redunda en
beneficio de ésta.
Una suma de ceros es cero siempre; una
jerarquización estructurada sobre la abdicación personal, es productiva sólo
para aquellas formas de vida en que se producen asociados el materialismo más
intolerante, la deificación del Estado, el Estado Mito y una secreta e
inconfesada vocación de despotismo.
Lo que caracteriza a las comunidades sanas y
vigorosas es el grado de sus individualidades y el sentido con que se disponen
a engendrar en lo colectivo.
A este sentido de comunidad se llega desde
abajo, no desde arriba; se alcanza por el equilibrio, no por la imposición.
Su diferencia es que así como una comunidad
saludable, formada por el ascenso de las individualidades conscientes, posee
hondas razones de supervivencia, las otras llevan en sí el estigma de la
provisionalidad, no son formas naturales de la evolución, sino paréntesis cuyo
valor histórico es, justamente, su cancelación.
En la consideración de los supremos valores
que dan formas a nuestra contemplación del ideal, advertimos dos grandes
posibilidades de adulteración: una es el individualismo amoral, predispuesto a
la subversión, al egoísmo, al retorno a estados inferiores de la evolución de
la especie; otra reside en esa interpretación de la vida que intenta
despersonalizar al hombre en un colectivismo atomizador.
En realidad operan las dos un escamoteo.
Los factores negativos de la primera, han
sido derivados, en la segunda, a una organización superior.
El desdén aparatoso ante la razón ajena, la
intolerancia, han pasado solamente de unas manos a otras.
Bajo una libertad no universal en sus medios
ni en sus fines, sin ética ni moral, le es imposible al individuo realizar sus
valores últimos, por la presión de los egoísmos potenciados de unas minorías.
Del mismo modo, bajo el colectivismo
materialista llevado a sus últimas consecuencias, le es arrebatada esa
probabilidad -la gran probabilidad del existir-, por una imposición mecánica en
continua expansión y siempre hipócritamente razonada.
El idealismo hegeliano y el materialismo
marxista, operando sobre, necesidades y calamidades universales que han
influido profundamente en el ánimo general, constituyen direcciones cuya
resultante será prudente establecer.
De la Historia, y aun de sus excesos, extraemos
preciosas enseñanzas ante las que en modo alguno podemos ni debemos permanecer
insensibles.
Mientras el pensamiento creía poder sostenerse
en lo fundamental, en espacios puramente teóricos, el mundo obraba por su
cuenta; pero, si lo fundamental declinó, la fijación práctica de lo abstracto
puede ejercer una influencia perniciosa en la existencia común.
Resulta entonces necesario detenernos de
nuevo a examinar nuestros absolutos y a limpiar de excrecencias y añadiduras
superfluas un ideal apto para servir de polo al sentido lógico de la vida.
-ELHOMBRE COMO PORTADOR DE
VALORES MÁXIMOS Y CÉLULA DEL "BIEN GENERAL"
En esta labor se nos antoja primordial la
recuperación de la escala de magnitudes, esto es, devolver al hombre su
proporción, para que posea plena conciencia de que, ante las formas tumultuosas
del progreso, sigue siendo portador de valores máximos; pero para que lo sea humanamente,
es decir sin ignorancia.
Sólo así podremos partir de ese "yo"
vertical, a un ideal de humanidad mejor, suma de individualidades con tendencia
a un continuo perfeccionamiento.
Sugerir que la humanidad es imperfecta, que
el individuo es un experimento fracasado, que la vida que nosotros comprendemos
y tratamos de encauzar es, en sí y en sus formas presentes, algo
irremediablemente condenado a la frustración, nos hace experimentar la dolorosa
sensación de que se ha perdido todo contacto con la realidad.
Lo mismo tenemos cuando se fía a la
abdicación de las individualidades en poderes extremos una imposible
realización social.
Si hay algo que ilumine nuestros
pensamientos, que haga perseverar en nuestra alma la alegría de vivir y de
actuar, es nuestra fe en los valores individuales como base de redención y, al
mismo tiempo, nuestra confianza de que no está lejano el día en que sea una
persuasión vital el principio filosófico de que la plena realización del "yo",
el cumplimento de sus fines más sustantivos, se halla en el bien general.
-HAY QUE DEVOLVER AL HOMBRE LA FE EN SU MISIÓN
Hoy, cuando la "angustia" de
Heidegger ha sido llevada al extremo de fundar teoría sobre la "náusea"
y se ha llegado a situar al hombre en actitud de defenderse de la cosa,
puede hacerse de ello polémica simple, pero es conveniente repetir que no han
sido teorías fundadas en sugestiones sino en un parcial relajamiento biológico.
Del desastre brota el heroísmo, pero brota
también la desesperación, cuando se han perdido dos cosas: la finalidad y la
norma.
Lo que produce la náusea es el desencanto, y
lo que puede devolver al hombre la actitud combativa es la fe en su misión, en
lo individual, en lo familiar y en lo colectivo.
Ahora bien; va anexo al sentido de norma el
sentido de cultura.
Nuestra norma, la que tratamos de insinuar
aquí, no es un cuadro de imposiciones jurídicas, sino una visión individual de
la perfección propia, de la propia vida ideal...
En ese aspecto no cabe duda de que su
eficacia depende enormemente de nuestra comprensión del mundo circundante como
de nuestra aceptación de las obligaciones propias.
El solo intento de trazar un cuadro
comparativo entre las posibilidades culturales de la antigüedad y las actuales
resultaría descabellado.
El progreso, el incremento de relaciones, la
complejidad de las costumbres, han ampliado el paisaje en términos
indescriptibles.
Es lógico pensar, por consiguiente, que la
dilatación del panorama haya redundado en limitación proporcional de la
conciencia de situación.
Cuando nuestro tiempo se plantea cuestiones
de Moral o de Etica - acaso las más sustantivas e inaplazables que debemos
formularnos hoy -, no ignora que en la confusión de muchos valores desempeña un
activo papel el signo vertiginoso del progreso.
La evolución humana se ha caracterizado,
entre otras cosas, por lanzar al hombre fuera de sí sin proveerle previamente
de una conciencia plena de sí mismo.
A ese estar fuera de sí puede atender
mediante leyes la comunidad organizada políticamente, y tendremos entonces un
aspecto de la norma ética.
Pero para su reino interior, para el gobierno
de su personalidad, no existe otra norma que aquella que se puede alcanzar por
el conocimiento, por la educación, que afirma en nosotros una actitud conforme
a moral.
De que esta norma llegue a constituir un
sistema ordenado de límites e inducciones depende absolutamente el porvenir de
la sociedad.
Ni siquiera nos es posible comprender ese
porvenir como suma de libertad y de seguridad si no podemos prefigurar en él la
existencia de normas.
Y no somos de los que pensamos que es
preferible resolver quirúrgicamente el problema encomendando la libertad
irresponsable al imperio vigilante de la ley.
Las colectividades que hoy deseen presentir
el futuro, en las que la autodeterminación y la plena conciencia de ser y de
existir integren una vocación de progreso, precisan, como requisito sustancial,
el hallazgo de ese camino, de esa "teoría", que iluminen
ante las pupilas humanas los parajes oscuros de su geografía.
-LA COMUNIDAD ORGANIZADA. SENTIDO DE LA NORMA.
Así como en el examen que nos está permitido
aparece la voluntad transfigurada en su posibilidad de libertad, aparece el
"nosotros" en su ordenación suprema, la comunidad organizada.
El pensamiento puesto al servicio de la Verdad, esparce una
radiante luz, de la que, como en un manantial, beben las disciplinas de
carácter práctico.
Pero por otra parte nos es imposible
comprender los motivos fundamentales de la evolución filosófica prescindiendo
de su circunstancia.
Desde Platón a Hegel la civilización ha
consumado su azarosa marcha por todos los caminos.
Las circunstancias han variado sin tregua y,
en ciertos dilatados plazos se diría que volvían y vuelven a producirse con
desconcertante semejanza.
La sustitución de las viejas formas de vida
por otras nuevas son factores sustanciales de las mutaciones, pero debemos
preguntarnos si, en el fondo, la tendencia, el objetivo último, no seguirán
siendo los mismos, al menos en aquello que constituye nuestro objeto necesario:
el Hombre y su Verdad.
Cuando advertimos en Platón el Estado ideal,
un Estado abstracto, comprendemos que su mundo, en relación con el nuestro y en
su apariencia política, era infinitamente apto para una abstracción semejante.
Las ideas puras y los absolutos podían fijarse
en el panorama, aprehender y configurar éste, cuando menos en su eficacia
intelectual.
Podía crearse un mundo en que valores ideales
y representaciones prácticas eran susceptibles de producirse con cierta
familiaridad.
Platón afirmaba: el Bien es orden, armonía, proporción; de aquí que la virtud suprema
sea la justicia.
En tal virtud advertimos la primera norma de
la antigüedad convertida en disciplina política. Sócrates había tratado de
definir al hombre, en quien Aristóteles subrayaría una terminante vocación
política, es decir, según el lenguaje de entonces, un sentido de orden en la
vida común.
La idea platoniana de que el hombre y la
colectividad a que pertenece se hallan en una integración recíproca
irresistible se nos antoja fundamental.
La ciudad griega, llevada en sus esencias al
imperio por Roma, contenía en fenómeno de larvación todos los caminos
evolutivos.
Cuando los hechos se producían en fases
simples y en estadios relativamente reducidos, era factible representarse la
sociedad política como un cuerpo humano regido por las leyes inalterables de la
armonía: corazón, aparato digestivo, músculo, voluntad, cerebro, son en el
símil de Platón, órganos felizmente trasladados por sus funciones y sus fines a
la biología colectiva: un Estado de justicia,
en donde cada clase ejercite sus funciones en servicio del todo, se aplique a
su virtud especial, sea educada de conformidad con su destino y sirva a la
armonía del todo.
El Todo, con una proposición central de
justicia, con una ley de armonía, la del cuerpo humano, predominando sobre las
singularidades, aparece en el horizonte político helénico, que es también el
primer horizonte político de nuestra civilización.
Todavía en el crepúsculo de la mitología
pagana, no aparecen claros los fines últimos del hombre.
Se le concibe adscripto a la ciudad, y más
interesante quizá que su persona, es la virtud abstracta que es susceptible de
representar.
No existe, por cierto, un ideal de humanidad,
aún para la clara visión de los filósofos.
El Cefiso y el Eurotas no son límites
geográficos o militares, sino también intelectuales.
Al otro lado del Ponto existe la barbarie y
las sombras que Alejandro rasgará años después.
El sol es un globo de fuego un poco mayor que
el Peloponeso.
La certera inteligencia de Aristóteles, que
proporcionará el método cuando los espacios nos hayan revelado gran
parte de sus misterios, se desenvuelve también en esa concepción de la
jerarquía humana.
Hay hombres libres y esclavos y no parece que
todos se rijan por leyes idénticas.
Hay mundos en luz y mundos en sombras.
Nada de particular tiene que en tal
situación, la ciudad, objetivada y armónica, predomine con carácter
irreductible sobre las desigualdades humanas, que son desigualdades sin
vocación reivindicativa.
Ello nos permitirá observar que cuando al
hombre se le priva de su rango supremo, o desconoce sus altos fines, el
sacrificio se realiza siempre en beneficio de entidades superiores
petrificadas.
El
hombre es un ser ordenado para la convivencia social - leemos en Aristóteles -; el bien supremo no se realiza, por consiguiente, en la vida
individual humana, sino en el organismo superindividual del Estado; la Etica culmina en la Política.
Los pensamientos citados definen con carácter
suficiente la fisonomía del mundo helénico, y es preciso tener en cuenta que
eran filósofos y filósofos idealistas los que la habían trazado. Sócrates
intuyó la inmortalidad, pero sobre ella no pudo fundar un sistema.
Platón y Aristóteles debían encargarse de
situar a ese hombre, que divisaba con angustiada preocupación el problema
último, ante la vida en común.
Nacía el Estado, aunque la comunidad cuya
vida trataba de organizar adolecía de una insuficiente revelación de la
trascendencia de los valores individuales.
La idea griega necesitaba para ser completada
una nueva contemplación de la unidad humana desde un punto de vista más
elevado.
Estaba reservada al cristianismo esa
aportación.
El Estado griego alcanzó en Roma su cúspide.
La ciudad, hecha imperio, convertida en
mundo, transfigurada en forma de civilización, pudo cumplir históricamente
todas las premisas filosóficas.
Se basaba en el principio de clases, en el
servicio de un "todo" y, lógicamente, en la indiferencia o el
desconocimiento helénicos de las razones últimas del individuo.
Una fuerza que clavase en la plaza pública
como una lanza de bronce las máximas de que no existe la desigualdad innata
entre los seres humanos, que la esclavitud es una institución oprobiosa y que
emancipase a la mujer; una fuerza capaz de atribuir al hombre la posesión de un
alma sujeta al cumplimiento de fines específicos superiores a la vida material,
estaba llamada a revolucionar la existencia de la humanidad.
El Cristianismo, que constituyó la primera
gran revolución, la primera liberación humana, podría rectificar felizmente las
concepciones griegas. Pero esa rectificación se parecía mejor a una aportación.
Enriqueció la personalidad del hombre e hizo
de la libertad, teórica y limitada hasta entonces, una posibilidad universal.
En evolución ordenada, el pensamiento
cristiano, que perfeccionó la visión genial de los griegos, podría más tarde
apoyar sus empresas filosóficas en el método de éstos, y aceptar como propias
muchas de sus disciplinas.
Lo que le faltó a Grecia para la definición
perfecta de la comunidad y del Estado fué precisamente lo aportado por el
Cristianismo: su hombre vertical, eterno, imagen de Dios.
De él se pasa ya a la familia, al hogar; su
unidad se convierte en plasma que a través de los municipios integrará los
estados, y sobre la que descansarán las modernas colectividades.
Roma no era la Grecia cerrada, atenta sólo
al fenómeno exterior de la barbarie persa.
Ha integrado en su existencia la de otros
pueblos de costumbres, pensamiento y creencias distintas.
Las necesidades de su comunidad fueron muy
superiores también.
Le fué sumamente difícil proporcionarse una
idea abstracta sobre la concepción del Estado, porque éste se había tornado
proporcionalmente complejo.
Su historia es un continuo proceso de
crecimiento y asimilación que, cuando alcanza la cúspide, se interrumpe por la
violencia.
Lega al mundo sus instituciones, su gloria,
su civilización.
Antes del ocaso, añade a esta herencia
colosal la confirmación de la dignidad humana.
La libertad, expropiable por la fuerza antes
de saberse el hombre poseedor de un alma libre e inmortal, no será nunca más
susceptible de completa extinción.
Los tiranos podrán reducirla o apagarla
momentáneamente, pero nunca más se podrá prescindir de ella: será en el hombre
una "conciencia"
de la relación profunda de su espíritu con lo sobrehumano.
Lo que fué privilegio de la República servida por
los esclavos, será más adelante un carácter para la humanidad, poseedora de una
feliz revelación.
Al sobrevenir la crisis, la civilización
conoció siglos amargos.
El derrumbamiento del imperio, sin parangón
en la historia, devuelve el mundo a la oscuridad.
Pero ésta habría sido espantosa si el
crepúsculo romano no hubiese prendido en la noche siguiente la llama
inextinguible de aquella revelación.
Lo que permitirá que el hilo de oro del
pensamiento continúe a través del abismo de hogueras y sangre, es el milagro
magnífico de que el puente de las ideas religiosas no sucumbiese al chocar el
hierro de los bárbaros con el agrietado mármol de Roma.
Las nuevas monarquías aparecidas al galope
poseían ciertamente una notable capacidad de asimilación, pero su proyección
cultural era sumamente reducida y el imperio de la fuerza en que debían
apoyarse hizo todavía más limitada esa posibilidad.
Europa se convirtió en una necesidad armada:
así como las zonas habitadas se polarizaban en torno a los puntos estratégicos
y a los fosos de los castillos, la humanidad se distribuyó en torno a jefes
militares, caudillos y señores.
Poco o nada subsistirá de cuanto había
impreso su fisonomía a la existencia general.
El principio de autoridad cae en manos de la
fuerza, en razón de ese estado de necesidad aludido.
Los mismos reyes ven menguar sus atribuciones
y privilegios a medida que se ven obligados a recurrir al poder de sus ricos
señores y a solicitar su alianza para sus empresas militares.
El saber se refugia junto a los altares.
En las abadías y en los conventos se conserva
inextinguible la llama que más tarde volverá a iluminar al mundo.
Y lo que preserva de la gigantesca crisis el
acervo de los valores espirituales humanos, es, con precisión, un sentido
místico: la dirección vertical, hacia las alturas, que unos hombres de fe
habían atribuido a todas las cosas, empezando por la naturaleza humana.
La Edad Media es
de Dios, se ha dicho, y en este hecho, en este paciente y laborioso mantenerse
al margen de sus tinieblas, debemos ver la lenta y difícil gestación del
Renacimiento.
Fué una Edad caracterizada por la violencia
desmedida.
No nos es posible hallar en ella las formas
del Estado ni contemplar al hombre.
Gracias sólo al hecho de acentuar sus
desgracias, y aun su brutalidad a veces, sobre fines e ideales remotos, pudo
resultar factible la evolución resolutiva.
En el individuo, no es fácil diferenciar la
conciencia de su proporción en el ideal religioso de cuanto fué simplemente
ignorancia o superstición.
La Edad Media
produjo santos y demonios, pero en su desolación, en su pobreza, con el
horizonte teñido siempre por los resplandores de 1os incendios, no le quedaban
al hombre otro escape que poner sus ojos y su esperanza en mundos superiores y
lejanos.
La fe se vio fortalecida por la desgracia.
El Renacimiento halló diseminados los restos
de una cultura y trató de reconstruir con ellos un nuevo clasicismo.
Sobre las ruinas de los castillos feudales
edificaron su trono las nuevas monarquías.
A la idea de aventura sucedió la empresa.
Cuando los primeros consejos acuden al
servicio del rey con pendón al frente, y se distinguen en las batallas, se
consuma en la práctica el final de un largo período histórico.
El Estado tardará todavía en sobrevenir, pero
en torno a los monarcas, depositarios de un mandato ideal, representantes de lo
que siglos después será el concepto de nacionalidad, empieza a gestarse la vida
de los pueblos modernos.
Los nobles ingleses arrancarán a un Juan Sin
Tierra la Carta Magna;
los castellanos harán jurar al trono en Santa Gadea, y los aragoneses
arrancarán a su rey los "Usajes",
demostrativos de que la constitución del Estado está en trance de ensayarse.
Habrá Cámaras, rudimentarias al principio, y
los estamentos harán oír en los consejos la voz de los gremios y de los
municipios.
Esta evolución se produce bajo un signo
idealista, cualquiera sea su realización práctica o su signo político, y en la
elevada temperatura de la Fe
popular.
El hombre tenía fe en sí, en sus destinos, y
una fe inmarcesible en su subordinación a lo Providencial.
Tal fe justifica en parte las titánicas
andanzas de la época.
Era necesaria para lanzarse a las sombras
atlánticas y sacar las Américas a la luz del sol romano, para detener la
invasión tártara en las puertas de Europa y para levantar un mundo nuevo de la
desolación.
Lo conquistado y descubierto en esa edad
constituye un himno sonoro a la vocación por el ideal.
Pero es importante no perder de vista que,
prescindiendo del rigor práctico de la organización política, el clima
intelectual de la época conservó el acento sobre los valores supremos del
individuo.
Cuando la escuela tomista nos dice que el fin
del Estado es la educación del hombre
para una vida virtuosa, presentimos la enorme importancia que
tuvo ese puente tendido sobre las sombras de la Edad Media.
Ese hombre a cuyo servicio, el de su
perfeccionamiento, estaba dedicado el Estado, no era por cierto el germen de un
individualismo anárquico.
Para que degenerase había que trasladar el
acento de sus valores espirituales a los materiales.
El hombre era sólo algo que debía
perfeccionarse, para Dios y para la comunidad.
La virtud a que Santo Tomás se refería no
será enteramente indiferente a la "virtud" griega, el patrón
de valores ideales para la realización de la vida propia.
Frente al humanismo, la inteligencia humana
intenta divisar nuevos caminos y orientaciones. Maquiavelo cubrirá la vida con
el imperativo político, y sacrificará al poder real o a las necesidades del
mundo cualquier otra ley, principio o valor.
Grocio llamará al Estado a erigirse en
administrador supremo de la felicidad del hombre y abrirá nuevos cauces al
principio de autoridad.
Los pueblos han vivido décadas y siglos
intensos, han proyectado sus fuerzas hacia espacios desconocidos, se han
desdoblado, difundido en mundos nuevos, en empresas fantásticas y costosas.
Para que esto fuese posible se precisaba un
poder enorme de los recursos espirituales.
El apogeo de los absolutos iba a despertar,
como consecuencia necesaria, el desprecio a los absolutos.
La intensa espiritualidad de la obra gastaba,
por reacción, el desencanto y el materialismo que iban a producirse después.
En la evolución, por primera vez acaso, se
derivaría de un extremo a otro, de un polo al opuesto, y el objetivo a suprimir
era, inevitablemente, la temperatura ideal.
Hobbes predica el absolutismo del Estado en
la corriente armada de la época, pero predica ya a un hombre desalentado.
La unidad social no parece imaginada por él
como el indestructible depósito de valores, sino como víctima.
Fué el primero en definir al Estado como un
contrato entre los individuos, pero importa observar que esos individuos eran
lobos entre sí, eran seres desprovistos de virtud y, seguramente, de esperanzas
supremas; la larga cabalgada les había rendido.
En la crisis de las monarquías absolutas,
vierte su mordacidad el genio de Voltaire.
Ciertamente no necesitaba ya la sociedad su
corrosivo para fragmentarse bajo el trono. Montesquieu advirtió a la monarquía
que sería heredada en la
República y Rousseau coronó el pórtico de la naciente época.
Se caracterizó por el cambio radical del
acento.
Acentuó sobre lo material, y esto se produjo
indistintamente, lo mismo si el sujeto del pensamiento era el individuo, en
cuyo caso se insinuaba la democracia liberal, que si lo era la comunidad, en
cuyo caso se avistaba el mismo.
Es muy posible que las edades Media y Moderna
hayan verificado su elección con un exclusivismo parcial en beneficio del
espíritu, pero es innegable que el siglo XVIII y el XIX lo hicieron, con mayor
parcialidad, en favor de la materia.
El estado de la cultura en esos siglos pudo
prever las consecuencias, pero debemos estimar necesario en toda evolución lo
mismo lo que nos parece dudoso que lo acertado.
Rousseau cree en el individuo, hace de él una
capacidad de virtud, lo integra en una comunidad y suma su poder en el poder de
todos para organizar, por la voluntad general, la existencia de las naciones.
Para Kant, lo vital en lo político era el
principio de "libertad como
hombre", el de "dependencia como súbditos" y el de "igualdad
como ciudadanos".
Rosseau llamará pueblo al conjunto de hombres que mediante la conciencia de su condición
de ciudadanos y mediante las obligaciones derivadas de esta conciencia, y
provistos de las virtudes del verdadero ciudadano, acepten congregarse en una
comunidad para cumplir sus fines.
La
Revolución Francesa fué
un estruendoso prólogo al libro, entonces en blanco, de la evolución
contemporánea.
Hallamos en Rousseau una evocación constructiva de la
comunidad y la identificación del individuo en su seno, como base de la nueva
estructuración democrática.
Esta concepción servirá de punto de partida para la
interpretación práctica de los ideales en las nuevas democracias.
Pero resulta hasta cierto punto conveniente examinar
si en la concepción originaria no se produjo, por la dinámica misma de la
reacción, la supresión innecesaria de toda una escala de valores.
Podemos preguntarnos, por ejemplo, si fue
decididamente imprescindible para derivar el poder absoluto a la voluntad del
ciudadano, cegar antes en éste toda posibilidad espiritual.
En segundo lugar es preciso tener en cuenta el largo
paréntesis que el Imperio abrió entre el prólogo y la continuación del libro de
la evolución política.
-LA
TERRIBLE ANULACIÓN DEL HOMBRE POR EL ESTADOY EL PROBLEMA DEL
PENSAMIENTO DEMOCRÁTICO DEL FUTURO
En ese paréntesis, el ideal que el
pensamiento había abandonado a la intemperie, es rescatado del arroyo por
fuerzas opuestas, que combatirán con extremada violencia en el futuro. No
tratarán de fijar sus absolutos en la jerarquía del hombre, en sus valores ni
en sus posibilidades de virtud; los fijarán en el Estado, o en organizaciones
de un característico materialismo.
Todavía Fichte crea un amplio espacio donde
el individuo, subordinado al todo social, puede realizarse.
Hegel convertirá en Dios al Estado. La vida
ideal y el mundo espiritual que halló abandonados los recogió para
sacrificarlos a la
Providencia estatal, convertida en serie de absolutos.
De esta concepción filosófica derivará la
traslación posterior: el materialismo conducirá al marxismo, y el idealismo,
que ya no acentúa sobre el hombre, será en los sucesores y en los intérpretes
de Hegel, la deificación del Estado ideal con su consecuencia necesaria, la
insectificación del individuo.
El individuo está sometido en éstos a un
destino histórico a través del Estado, al que pertenece.
Los marxistas lo convertirán a su vez en una
pieza, sin paisajes ni techo celeste, de una comunidad tiranizada donde todo ha
desaparecido bajo la mampostería.
Lo que en ambas formas se hace patente es la
anulación del hombre como tal, su desaparición progresiva frente al aparato
externo del progreso, el Estado fáustico o la comunidad mecanizada.
El individuo hegeliano, que cree poseer fines
propios, vive en estado de ilusión, pues sólo sirve a los fines del Estado.
En los seguidores de Marx esos fines son más
oscuros todavía, pues sólo se vive para una esencia privilegiada de la
comunidad y no en ella ni con ella.
El individuo marxista es, por necesidad, una
abdicación.
En medio se alza la fidelidad a los
principios democráticos liberales que llena el siglo pasado y parte del
presente.
Pero con defectos sustanciales, porque no ha
sido posible hermanar puntos de vista distintos, que condujeron a dos guerras
mundiales y que aún hoy someten la conciencia civilizada a durísimas presiones.
El problema del pensamiento democrático
futuro está en resolvernos a dar cabida en su paisaje a la comunidad, sin
distraer la atención de los valores supremos del individuo; acentuando sobre
sus esencias espirituales, pero con las esperanzas puestas en el bien común.
En lo político parte muy importante de tal
crisis de las ideas democráticas se debe al tiempo de su aparición.
La democracia como hecho trascendental estaba
llamada a suceder ipso facto a los absolutismos.
Sin embargo, sufrió un largo compás de espera
impuesto por la persistencia de monarquías templadas y repúblicas estacionarias
que, para subsistir, creyeron necesario aplicar en leves dosis principios
propios de la democracia pura, preferentemente aquellos que podían ser
adaptados sin peligro.
Tal operación dulcificó la evolución, pero
sustrajo partes muy importantes de personalidad al nuevo orden de ideas, que a
su advenimiento pleno halló, frente a colosales enemigos, muy disminuida su
novedad.
Sucedió así que los pueblos que pudieron
establecerla en su momento han alcanzado con ella los caminos de perfección
necesarios, y los que no lo consiguieron, han optado por el empleo de
sustitutivos, los extremismos, con tal de hacer efectivo por cualquier vía, el
carácter trascendental.
Y sin embargo lo trascendental del
pensamiento democrático, tal como nosotros lo entendemos, está todavía en pie,
como una enorme posibilidad en orden al perfeccionamiento de la vida.
En varias ocasiones ha sido comparado el
hombre al centauro, medio hombre, medio bruto, víctima de deseos opuestos y
enemigos; mirando al cielo y galopando a la vez entre nubes de polvo.
La evolución del pensamiento humano recuerda
también la imagen del centauro: sometido a altísimas tensiones ideales en
largos períodos de su historia, condenado a profundas oscuridades en otros,
esclavo de sordos apetitos materiales a menudo.
La crisis de nuestro tiempo es materialista.
Hay demasiados deseos insatisfechos, porque
la primera luz de la cultura moderna se ha esparcido sobre los derechos y no
sobre las obligaciones; ha descubierto lo que es bueno poseer mejor que el buen
uso que se ha de dar a lo poseído o a las propias facultades.
El fenómeno era necesario, de una necesidad
histórica, porque el mundo debía salir de una etapa egoísta y pensar más en las
necesidades y las esperanzas de la comunidad.
Lo que importa hoy es persistir, en ese
principio de justicia, pero recuperar el sentido de la vida, para, devolver al
hombre su absoluto.
Ni la justicia social ni la libertad, motores
de nuestro tiempo, son comprensibles en una comunidad montada sobre seres
insectificados, a menos que a modo de dolorosa solución el ideal se concentre
en el mecanismo omnipotente del Estado.
Nuestra comunidad, a la que debemos aspirar,
es aquella donde la libertad y la responsabilidad son causa y efecto, en que
exista una alegría de ser, fundada en la persuasión de la dignidad propia.
Una comunidad donde el individuo tenga
realmente algo que ofrecer al bien general, algo que integrar y no sólo su
presencia muda y temerosa.
En cierto modo, siguiendo el símil, equivale
a liberar al centauro restableciendo el equilibrio entre sus dos tendencias
naturales.
Si hubo épocas de exclusiva acentuación ideal
y otras de acentuación material, la nuestra debe realizar sus ambiciosos fines
nobles por la armonía.
No podremos restablecer una Edad-centauro
sólo sobre el músculo bestial ni sobre su sólo cerebro, sino una "edad-suma-de-valores",
por la armonía de aquellas fuerzas simplemente físicas y aquellas que obran el
milagro de que los cielos nos resulten familiares.
Los monjes de la Edad Media borraron el
contenido de los libros paganos para cubrirlos con los salmos.
La Edad Contemporánea trató de borrar los salmos, pero no añadió nada más
que la promesa de una vaga libertad a la sed de verdades del hombre.
En 1500 la humanidad concentró sus dispersas
energías para empresas gigantescas y nos dio nuevos mundos y formas de
civilización.
En 1800 reprodujo el intento y creó
febrilmente, generosamente, una época.
¿No será el nuestro, acaso, el momento de
hacer acopio de las energías humanas para conformar el período supremo de la
evolución?
Cuando pensamos en el hombre, en el yo y en el nosotros, aparece claro ante nuestra vista que nuestra
elección debe ser objeto de profundas meditaciones.
La sociedad tendrá que ser una armonía en la
que no se produzca disonancia ninguna, ni predominio de la materia ni estado de
fantasía.
En esa armonía que preside la norma puede
hablarse de un colectivismo logrado por la superación, por la cultura, por el
equilibrio.
En tal régimen no es la libertad una palabra
vacía, porque viene determinada su incondición por la suma de libertades y por
el estado ético y la moral.
La justicia no es un término insinuador de violencia,
sino una persuasión general; y existe entonces un régimen de alegría, porque
donde lo democrático puede robustecerse en la comprensión universal de la
libertad y el bien general, es donde, con precisión, puede el individuo
realizarse a sí mismo, hallar de un modo pleno su euforia espiritual y la justificación
de su existencia.
SENTIDO DE PROPORClÓN. ANHELO DE
ARMONÍA. NECESIDAD DE EQUILIBRIO.
Para el mundo existe todavía, y existirá
mientras al hombre le sea dado elegir, la posibilidad de alcanzar lo que la
filosofía hindú llama la mansión de
la paz.
En ella posee el hombre, frente a su Creador,
la escala de magnitudes, es decir, su proporción.
Desde esa mansión es factible realizar el
mundo de la cultura, el camino de perfección.
De Rabindranath Tagore son estas frases: El mundo moderno empuja incesantemente a sus
víctimas, pero sin conducirlas a ninguna parte. Que la medida de la grandeza de
la humanidad esté en sus recursos materiales es un insulto al hombre.
No nos está permitido dudar de la
trascendencia de los momentos que aguardan a la humanidad.
El pensamiento noble, espoleado por su
vocación de verdad, trata de ajustar un nuevo paisaje.
Las incógnitas históricas son ciertamente
considerables, pero no retrasarán un solo día la marcha de los pueblos por
grande que su incertidumbre nos parezca.
Importa, por tanto, conciliar nuestro sentido
de la perfección con la naturaleza de los hechos, restablecer la armonía entre
el progreso material y los valores espirituales y proporcionar nuevamente al
hombre una visión certera de su realidad.
Nosotros somos colectivistas, pero la base de
ese colectivismo es de signo individualista, y su raíz es una suprema fe en el
tesoro que el hombre, por el hecho de existir, representa.
En esta fase de la evolución lo colectivo, el
"nosotros",
está cegando en sus fuentes al individualismo egoísta.
Es justo que tratemos de resolver si ha de
acentuarse la vida de la comunidad sobre la materia solamente o si será
prudente que impere la libertad del individuo solo, ciega para los intereses y
las necesidades comunes, provista de una irrefrenable ambición, material
también.
No creemos que ninguna de esas formas posea
condiciones de redención.
Están ausentes de ellas el milagro del amor,
el estímulo de la esperanza y la perfección de la justicia.
Son atentatorios por igual el desmedido
derecho de uno o la pasiva impersonalidad de todos a la razonable y elevada
idea del hombre y de la humanidad.
En los cataclismos la pupila del hombre ha
vuelto a ver a Dios y, de reflejo, ha vuelto a divisarse a sí mismo.
Si debemos predicar y realizar un evangelio
de justicia y de progreso, es preciso que fundemos su verificación en la
superación individual como premisa de la superación colectiva.
Los rencores y los odios que hoy soplan en el
mundo, desatados entre los pueblos, y entre los hermanos, son el resultado
lógico, no de un itinerario cósmico de carácter fatal, sino de una larga
prédica contra el amor.
Ese amor que procede del conocimiento de sí
mismo e, inmediatamente, de la comprensión y la aceptación de los motivos
ajenos.
Lo que nuestra filosofía intenta restablecer
al emplear el término armonía es, cabalmente, el sentido de plenitud de la
existencia.
Al principio hegeliano de realización del yo
en el nosotros, apuntamos la
necesidad de que ese "nosotros" se realice y
perfeccione por el yo
Nuestra comunidad tenderá a ser de hombres y
no de bestias.
Nuestra disciplina tiende a ser conocimiento,
busca ser cultura.
Nuestra libertad, coexistencia de las
libertades que procede de una ética para la que el bien general se halla siempre
vivo, presente, indeclinable.
El progreso social no debe mendigar ni
asesinar, sino realizarse por la conciencia plena de su inexorabilidad.
La náusea está desterrada de este mundo, que
podrá parecer ideal, pero que es en nosotros un convencimiento de cosa
realizable.
Esta comunidad que persigue fines
espirituales y materiales, que tiende a superarse, que anhela mejorar y ser más
justa, más buena y más feliz, en la que el individuo puede realizarse y
realizarla simultáneamente, dará al hombre futuro la bienvenida desde su alta
torre con la noble convicción de Spinoza: "Sentimos,
experimentamos, que somos eternos".
JDP/
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